martes, 8 de abril de 2014

Menos Paz, más Revueltas


Aunque el título haya salido del humor por lo general superfluo de las redes sociales, el asunto da que pensar. “El año de Octavio Paz”, que celebran las instancias gubernamentales de cultura, parece erigir una efigie dorada sobre la conciencia escasamente interesada por los asuntos literarios de un pueblo hambriento de ídolos. Para que parezca que al gobierno le interesan sus escritores, destina presupuestos millonarios a la difusión del centenario de nuestro Nobel y deja a la ventura de nuestra desmemoria la celebración de otros natalicios centenarios, entre ellos el de Efraín Huerta y el de José Revueltas.
El desinterés por la literatura entre nuestra gente hace parecer benéfica la conmemoración del “año de Octavio Paz”, que se difunde de muy peculiar manera: programas radiofónicos y televisivos  especiales, encuentros de grandes personalidades del arte y la literatura que charlan sobre su obra, y una difusión de alcances propagandísticos donde la imagen del poeta juega un papel de ídolo –no me sorprendió la anécdota de una mujer que hablaba y besaba la fotografía colocada en la publicidad mural del Metro. No me he enterado de una difusión más seria, basada, por ejemplo, en la publicación y distribución masiva de las obras de poeta. Hasta ahora sólo el FCE imprimió una introducción de Alberto Ruy Sánchez junto con otros textos, sin que el hecho haya trascendido de los círculos ya habituados a la lectura. ¿Deberá contarse la obviedad de que los herederos del poeta, cobijados en el prestigio de la revista Letras Libres, no podían dejar de lanzar un número especial? 
La celebración se vuelve entonces una mera formalidad: al autor no es necesario leerlo, reimprimirlo ni estudiarlo, basta con elogiarlo y hacer crecer su figura; homenaje de forma y no de fondo, como esos gobiernos del PAN que resolvieron las problemáticas del país a fuerza de spots. Formalidad irónica para un intelectual que sin apartarse de los contenidos, buscó trascender en la forma, crear su imagen y su posteridad. Para evitar amarguras personales e injustificadas en alguien que conoce con insuficiencia la obra del poeta, prefiero remitir al artículo de Hermann Bellinghausen, “La voluntad de perdurar” que valora al poeta con sobriedad pero lanza a la vez afirmaciones de este tenor: “No esperemos candor en alguien que al final consideraba sus poemas homenajes a la muerte del muerto que seré”. Algo hay de eso, obra construida para perdurar y llamar la atención sobre su artífice.
El indiscutible portento lírico flota sobre una ética empantanada que haría correr tinta sobre cuestiones tan baladíes como la chismografía literaria, pero también sobre debates más profundos como la finalidad de la literatura, o las consabidas dicotomías: literatura autónoma/ literatura comprometida, literatura de la belleza/ literatura de la experiencia, poesía de forma/ poesía de fondo; dicotomías que en obras tan diferentes como la de José Revueltas cobran más sentido, o cuando menos se dejan ver más claramente.
Para desgracia del pensamiento dicotómico, la obra de Paz es a la vez profunda y bella, no se le pueden poner peros. El cuestionamiento está en la base de su creación, pues se trata de una obra que conforma la imagen de un hombre, una especie de narciso post-mortem que aplasta al resto de las presencias y de las voces, terminando por convertirse en algo así como una dictadura cultural, no gratuitamente fotografiada en las celebraciones del poder y afincada en las cúpulas de la autoridad literaria.
Porque lo mínimo que puede pasar con fenómenos como Paz es que quienes creemos en la literatura como recurso del diálogo, como desfogue de la diversidad y expresión del complejo cultural en donde nos desenvolvemos, veamos esta actitud con el rabillo del ojo y desconfiemos de esta Paz, de pronto semejante a la de los sepulcros, el silencio “de la calle antes del crimen”, que decía Villaurrutia. Es una desconfianza que condena, porque el afán de aguar las fiestas tarde o temprano acarrea el disgusto de los correctos y los satisfechos, el susurro del vocablo “revoltosos” empieza a delinearse en algunos labios. Quizá lo seamos: siempre hay quien goza de ver al rey desnudo ufanándose en su manto, ése que no logramos ver los tontos, no porque carezca de urdimbres y colores sino porque nos puede más el boato de la majestad, porque sencillamente nos sulfura –por envidia, si quieren– pero quizá en el fondo haya una desnudez o algún descaro que nos indigna y nos hace murmurar, señalar con el índice, aparatarnos del festejo.
Para estos revoltosos hay un Revueltas: el silencioso y severo, el encerrado y torturado, el que se apretujaba en el autobús para ver la maravilla del naciente Paricutín y terminaba escribiendo sobre el hombre que lloraba la pérdida de sus tierras, el desamparo ante esa naturaleza despiadada y ardiente como un volcán, que es la humana. Quizá esos hombres sin arco ni lira, sin llama doble estén condenados a los días terrenales, los muros de agua que de una u otra manera terminan aislándolos en un laberinto de soledad, ya sea el que les construye la megalomanía o ése al que suelen conducir la rectitud de ideales y de acciones, la valentía de decirle incluso a los nuestros lo equivocados que están, que estamos todos. Acaba el laberinto de la soledad engullendo a los que prefieren las Revueltas, la denuncia de los errores a la Paz del status quo; los deja sin posteridad ni convergencias, sin pompas oficiales por la centena de años que en algún valle de lágrimas habrían de celebrarse en honor de una existencia aprisionada. La Paz de los sepulcros es premiada entonces por su astuta (para algunos discreta) complicidad con lo establecido, libertad bajo palabra cada vez menos confiable por mucho que se anuncie con bombos y platillos.    
  
                                                                                                      



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